Hemos tenido el gozo de recibir de nuevo a Ramón Aguilar Moré en la Sala Rusiñol. Era la inauguración de nuestra «Exposición de Navidad», siempre con el sabor propio de estas fechas. Son ya «60 años de pintura«, es decir, muchos años de infatigable trabajo que le han valido a este pintor una firma, un nombre y un estilo consagrado en la figuración (el «poético decir», según Francesc Galí).
Aguilar Moré ha expuesto ya media docena de veces en la Sala Rusiñol. Pero no nos hemos acostumbrado a él: muchos le esperábamos. Ignasi Cabanas le da la bienvenida y, además de recalcar su veteranía profesional, nos hizo saber que el artista acababa de cumplir sus 85 años. Por ahí el director de la Sala Rusiñol consiguió arrancarle a Ramón un diálogo muy interesante sobre sus comienzos y los lejanos orígenes de su obra…
Josep Mª Cadena conoce al pintor desde hace mucho tiempo. Eso imprimió a la inauguración una atmósfera sugestiva y amistosa: son dos «viejos amigos». Aguilar Moré comenzó su carrera pintando bailarinas que actuaban en el Liceo de Barcelona. En el ambiente gris de la Barcelona del ’45 -acabada la II Guerra Mundial- aquellos ballets rusos daban alegría, igual que el jazz, la gran afición de este artista. «Yo le descubrí en una ilustración del «Correo Catalán»»…
Aguilar Moré es un pintor muy realista que también sabe poner sentimiento a las cosas. Su mujer murió hace 17 años. En aquellos momentos hizo exposiciones de interiores: yo tuve la sensación de que describía la soledad que puedes encontrar en las cosas que te rodean porque te falta el «apoyo». Pero él ha continuado: pintando, saliendo al extranjero, etc. (…). Sus paisajes no son sólo del campo, son también de la ciudad, donde salen casas que se reúnen unas con otras y dan calor: es la sociedad que nos da ese apoyo».
«Tengo pinta de marino, pero no lo soy». ¡Ésta fue la presentación que hizo el artista empezó haciendo de sí mismo! Pero Ignasi Cabanas insistió en que nos contara de sus comienzos: «Comencé de pequeño: me pasaba todo el día pintando (…). Aunque al principio fui escritor: escribía novelas con dibujos. Pero cada vez había más dibujos y menos novela. Al final resultó que hacía tebeos. A los 6 o 7 años empecé a ganar el Premio Sant Jordi en mi escuela, el Blanquerna. De ahí salieron otros pintores y, sobre todo, escritores.
«En mi familia ha habido varias generaciones de médicos. Mi padre fue médico y pintor. A los 16 años ya hizo una exposición en la Sala Parés con cuadros muy grandes. Pero en aquella época ser pintor era como ser el hijo tonto. De hecho, mi padre volvió a la medicina. Yo heredé la parte que él tenía de artista; mi hermano la parte de médico. La genealogía de pintores se ha acabado, al menos de momento. Aunque tengo un nieto que hace grafitis, con 20 años, y una nieta que copia cuadros míos (…)».
«Pero vuelvo a la época de los tebeos. En fin, mi bachillerato costó más que la carrera de medicina de mi hermano. En los últimos años hacía «campana» y me iba a dibujar músicos de jazz en el Novetats. Después vino lo del ballet; conocí al empresario que dirigía el Liceo y me dejaba subir al escenario: estaba bien situado. Hice tantos dibujos que llegué a odiar a las bailarinas. Cada día hacía 20 o 25 folios de bailarinas. Eso duró 10 años. De ahí salió mi primera exposición en la Sala Rovira: ¡un éxito! Los dibujos se vendían a 2.000 pesetas del año ’49. Después vinieron las aventuras y los viajes con el pintor Vilasís (…)».
«Gracias a mi mujer hice cosas que yo nunca habría hecho. Por ejemplo, fuimos a USA. Lo hicimos en barco. Pintaba para pagarme el viaje. Logré amortizar aquel viaje. A Anna la conocí porque me la presentó un pretendiente de ella, que era un tipo bastante feo. Le dije: -Preséntamela porque me gustaría pintarla. Aquél era un cuadro que nunca se acababa. Eso sucedió en mi segunda exposición en la Sala Rovira. Nos casamos enseguida (…). Ganaba más que mi padre con la medicina. Me pagaban hasta 400 o 600 pesetas por los estampados que dibujaba. Las señoras de Barcelona se vestían con esos estampados. Pero eso también lo dejé: hubiese llegado a millonario, pero ahora no sería pintor (…)».
Un momento esperado en nuestras inauguraciones: el sorteo entre los asistentes de la inauguración de una nota de arte del artista que expone. Pero, ¡cosas de la vida! y ¡cosas de la Sala Rusiñol!: el afortunado fue otro pintor, Jordi Alayo, venido desde Castellón para la inauguración, y a quien le vemos en la foto recogiendo el premio.
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